Cartas sucias y eróticas de James Joyce a su amada Nora Barnacle

“Escribe las pala­bras inde­cen­tes con gran­des letras y subrá­ya­las y bésa­las y res­trié­ga­te­las un momento por tu dulce…”

 

James Joyce y Nora Barnacle

Las lla­ma­das car­tas eró­ti­cas, car­tas sexua­les, car­tas roba­das dibu­jan a un James Joyce apa­sio­nado, lleno de las­ci­via y con­de­nando al ero­tismo de su mujer.

En Dublín Nora Bar­na­cle cono­ció a James Joyce, el 10 de junio de 1904 y le dio una cita en la calle Merrion Square, No. 1, frente a la casa del Sr. William Wilde. Nora no llegó; reci­bió del poeta una nota avi­sán­dole que él sí había lle­gado y que la había con­fun­dido momen­tá­nea­mente con otra seño­rita de igual apa­rien­cia, pero que lamen­ta­ble­mente no era ella. Se vol­vie­ron a ver unas noches des­pués, el 16 de junio, fecha de tal impor­tan­cia para Joyce, que hizo que su novela Uli­ses trans­cu­rriera ínte­gra­mente en la men­cio­nada fecha: 16 de junio de 1904.

Joyce tenía rela­cio­nes fre­cuen­tes con pros­ti­tu­tas y había adqui­rido cierta luju­ria y agre­siva sexua­li­dad, cosa que no carac­te­rizó el inicio del romance con Nora. A pesar de que ambos eran pasio­na­les y hasta muy esca­to­ló­gi­ca­mente explí­ci­tos en las car­tas que se envia­ban, y si bien es cierto que en su pri­mer encuen­tro Nora abrió la bra­gueta de Joyce y le aca­ri­ció hasta «hacerme hom­bre», Joyce y Nora no con­su­ma­ron una rela­ción sexual en esos días que se conocieron.

La prensa sen­sa­cio­na­lista nunca logrará emu­lar a los edi­to­res de las car­tas escri­tas por las plu­mas finas, ladro­nes de correo, fis­go­nes, perros que escul­can buzo­nes con la lupa de los doc­tos. Entre las car­tas céle­bres las amo­ro­sas son un capí­tulo intere­sante, pero las sexua­les son el sueño de todo voyeur, car­tas que se leen mojando los dedos entre página y página.

Joyce es el pri­mero de nues­tros corres­pon­sa­les rojos, sin hoz ni mar­ti­llo, escribe a Nora Ber­na­cle, su mujer sin ben­di­ción. Son las car­tas de un hom­bre de veinte siete años, un hom­bre con la exci­ta­ción sufi­ciente para escri­birle a su que­rida de treinta, anclada en Trieste: “Estoy todo el día exci­tado. El amor es un mal­dito fas­ti­dio, sobre todo cuando tam­bién está unido a la lujuria”.

Una de las car­tas de 1909, donde Joyce llama a Nora cari­ño­sa­mente “putita de ojos sal­va­jes”, fue subas­tada en el 2004 por Sotheby’s por más de 240.000 libras, lo que da una idea de la cali­dad de la escri­tura y la des­ti­na­ta­ria. Tres car­tas de Joyce en rabo­deají que sir­ven para acom­pa­ñar el epi­so­dio de rufia­nes de la Torre Mar­telo que apa­re­ció en nues­tro pri­mer número.

A Nora Bar­na­cle Joyce

22 Noviem­bre 1909

44 Fon­te­noy Street, Dublín.

Que­ri­dí­sima: tu tele­grama se encon­traba en su cora­zón aque­lla noche. Cuando te escribí aque­llas últi­mas car­tas, era presa de abso­luta deses­pe­ra­ción. Pen­saba que había per­dido tu amor y tu estima… como bien mere­cía. Tu carta de esta mañana es muy cari­ñosa, pero estoy espe­rando la carta que pro­ba­ble­mente escri­bi­rías des­pués de enviar el tele­grama.

Toda­vía no me atrevo, que­rida, a mos­trarme fami­liar con­tigo, hasta que no vuel­vas a darme per­miso. Tengo la sen­sa­ción de que no debo hacerlo, a pesar de que tu carta está escrita en tu anti­guo tono fami­liar y pícaro. Me refiero a cuando hablas de lo que harás, si te desobe­desco con res­pecto a cierta cuestión.

Voy a aven­tu­rarme a decir sólo una cosa. Dices que quie­res que mi her­mana te lleve ropa inte­rior. No, que­rida, por favor. No me gusta que nadie, ni siquiera una mujer o una niña, vea cosas que te per­te­ne­cen. Me gus­ta­ría que fue­ras más cui­da­dosa y no deja­ses cier­tas ropas tuyas por ahí, quiero decir cuando aca­ban de lle­gar de la lavan­de­ría. Oh, me gus­ta­ría que man­tu­vie­ras todas esas cosas ocul­tas, ocul­tas, ocul­tas. Me gus­ta­ría que tuvie­ses gran can­ti­dad de ropa inte­rior de todas cla­ses, de todo tipo de colo­res deli­ca­dos, guar­dada, plan­chada y perfumada.

¡Qué terri­ble es estar lejos de ti! ¿Has acep­tado de nuevo en tu cora­zón a tu pobre amante? Voy a estar impa­ciente por tu carta y, sin embargo, te agra­dezco tu cari­ñoso tele­grama.

No me pidas que te escriba una carta larga ahora, que­ri­dí­sima. Lo que he escrito me ha entris­te­cido un poco. Estoy can­sado de enviarte pala­bras. Nues­tros labios pega­dos, nues­tros bra­zos entre­la­za­dos, nues­tros ojos des­fa­lle­ciendo en el triste gozo de la pose­sión me com­pla­ce­rían más.

Per­do­name que­ri­dí­sima. Tenía inten­ción de mos­trarme más reser­vado. Y, sin embargo, debo año­rarte y año­rarte y añorarte.

JIM

.

A Nora Ber­na­cle Joyce

2 de diciem­bre de 1909

44 Fon­te­noy Street, Dublín.

Que­rida mía, qui­zás debo comen­zar pidién­dote per­dón por la increí­ble carta que te escribí ano­che. Mien­tras la escri­bía tu carta repo­saba junto a mí, y mis ojos esta­ban fijos, como aún ahora lo están, en cierta pala­bra escrita en ella. Hay algo de obs­ceno y las­civo en el aspecto mismo de las car­tas. Tam­bién su sonido es como el acto mismo, breve, bru­tal, irre­sis­ti­ble y diabólico.

Que­rida, no te ofen­das por lo que escribo. Me agra­de­ces el her­moso nom­bre que te di. ¡Sí, que­rida, “mi her­mosa flor sil­ves­tre de los setos” es un lindo nom­bre¡ ¡Mi flor azul oscuro, empa­pada por la llu­via¡ Como ves, tengo toda­vía algo de poeta. Tam­bién te rega­lare un her­moso libro: es el regalo del poeta para la mujer que ama. Pero, a su lado y den­tro de este amor espi­ri­tual que siento por ti, hay tam­bién una bes­tia sal­vaje que explora cada parte secreta y ver­gon­zosa de él, cada uno de sus actos y olo­res. Mi amor por ti me per­mite rogar al espí­ritu de la belleza eterna y a la ter­nura que se refleja en tus ojos o derri­barte debajo de mí, sobre tus sua­ves senos, y tomarte por atrás, como un cerdo que monta una puerca, glo­ri­fi­cado en la sin­cera peste que asciende de tu tra­sero, glo­ri­fi­cado en la des­cu­bierta ver­güenza de tu ves­tido vuelto hacia arriba y en tus bra­gas blan­cas de mucha­cha y en la con­fu­sión de tus meji­llas son­ro­sa­das y tu cabe­llo revuelto.

Esto me per­mite esta­llar en lagri­mas de pie­dad y amor por ti a causa del sonido de algún acorde o caden­cia musi­cal o acos­tarme con la cabeza en los pies, rabo con rabo, sin­tiendo tus dedos aca­ri­ciar y cos­qui­llear mis tes­tícu­los o sen­tirte fro­tar tu tra­sero con­tra mí y tus labios ardien­tes chu­par mi polla mien­tras mi cabeza se abre paso entre tus rolli­zos mus­los y mis manos atraen la aco­ji­nada curva de tus nal­gas y mi len­gua lame voraz­mente tu sexo rojo y espeso. He pen­sado en ti casi hasta el des­fa­lle­ci­miento al oír mi voz can­tando o mur­mu­rando para tu alma la tris­teza, la pasión y el mis­te­rio de la vida y al mismo tiempo he pen­sado en ti hacién­dome ges­tos sucios con los labios y con la len­gua, pro­vo­cán­dome con rui­dos y cari­cias obs­ce­nas y haciendo delante de mí el más sucio y ver­gon­zoso acto del cuerpo. ¿Te acuer­das del día en que te alzaste la ropa y me dejaste acos­tarme debajo de ti para ver cómo lo hacías? Des­pués que­daste aver­gon­zada hasta para mirarme a los ojos.

¡Eres mía, que­rida, eres mía¡ Te amo. Todo lo que escribí arriba es un solo momento o dos de bru­tal locura. La última gota de semen ha sido inyec­tada con difi­cul­tad en tu sexo antes que todo ter­mine y mi ver­da­dero amor hacia ti, el amor de mis ver­sos, el amor de mis ojos, por tus extra­ña­mente ten­ta­do­res ojos llega soplando sobre mi alma como un viento de aro­mas. Mi verga esta toda­vía tiesa, caliente y estre­me­cida tras la última, bru­tal enves­tida que te ha dado cuando se oye levan­tarse un himno tenue, de pia­doso y tierno culto en tu honor, desde los oscu­ros claus­tros de mi cora­zón.

Nora, mi fiel que­rida, mi pícara cole­giala de ojos dul­ces, sé mí puta, mí amante, todo lo que quie­ras (¡mí pequeña pajera amante! ¡mí putita picha­dora!) eres siem­pre mi her­mosa flor sil­ves­tre de los setos, mi flor azul oscuro empa­pada por la lluvia.

JIM

.

A Nora Bar­na­cle Joyce

3 de diciem­bre de 1909

44 Fon­te­noy Street, Dublín.

Mi que­rida niñita de las mon­jas: hay algún estre­lla muy cerca de la tie­rra, pues sigo presa de un ata­que de deseo febril y ani­mal. Hoy a menudo me dete­nía brus­ca­mente en la calle con una excla­ma­ción, siem­pre que pen­saba en las car­tas que te escribí ano­che y ante­no­che. Deben haber pare­cido horri­bles a la fría luz del día. Tal vez te haya des­agra­dado su gro­se­ría. Sé que eres una per­sona mucho más fina que tu extraño amante y, aun­que fuiste tu misma, tu, niñita calen­tona, la que escri­bió pri­mero para decirme que esta­bas impa­ciente por­que te culiara, aún así supongo que la sal­vaje sucie­dad y obs­ce­ni­dad de mi res­puesta ha supe­rado todos los lími­tes del recato. Cuando he reci­bido tu carta urgente esta mañana y he visto lo cari­ñosa que eres con tu des­pre­cia­ble Jim, me he sen­tido aver­gon­zado de lo que escribí. Sin embargo, ahora la noche, la secreta y peca­mi­nosa noche, ha caído de nuevo sobre el mundo y vuelvo a estar solo escri­bién­dote y tu carta vuelve a estar ple­gada delante de mí sobre la mesa. No me pidas que me vaya a la cama, que­rida. Déjame escri­birte, querida.

Como sabes que­ri­dí­sima, nunca uso pala­bras obs­ce­nas al hablar. Nunca me has oído, ¿ver­dad?, pro­nun­ciar una pala­bra impro­pia delante otras per­so­nas. Cuando los hom­bres de aquí cuen­tan delante de mí his­to­rias sucias o las­ci­vas, ape­nas son­río. Y, sin embargo, tu sabes con­ver­tirme en una bes­tia. Fuiste tu misma, tu, quien me des­li­zaste la mano den­tro de los pan­ta­lo­nes y me apar­taste sua­ve­mente la camisa y me tocaste la pinga con tus lar­gos y cos­qui­llean­tes dedos y poco a poco la cogiste entera, gorda y tiesa como estaba, con la mano y me hiciste una paja des­pa­cio hasta que me vine entre tus dedos, sin dejar de incli­narte sobre mí, ni de mirarme con tus ojos tran­qui­los y de santa. Tam­bién fue­ron tus labios los pri­me­ros que pro­nun­cia­ron una pala­bra obs­cena. Recuerdo muy bien aque­lla noche en la cama en Pola. Can­sada de yacer debajo de un hom­bre, una noche te ras­gaste el cami­són con vio­len­cia y te subiste encima para cabal­garme des­nuda. Te metiste la pinga en el coño y empe­zaste a cabal­garme para arriba y para abajo. Tal vez yo no estu­viera sufi­cien­te­mente arre­cho, pues recuerdo que te incli­naste hacia mi cara y mur­mu­raste con ter­nura: “¡Fuck me, dar­ling!”

Nora que­rida, me moría todo el día por hacerte uno o dos pre­gun­tas. Per­mí­te­melo, que­rida, pues yo te he con­tado todo lo que he hecho en mi vida; así, que puedo pre­gun­tarte, a mi vez. No sé si las con­tes­ta­rás. Cuándo esa per­sona cuyo cora­zón deseo vehe­men­te­mente dete­ner con el tiro de un revól­ver te metió la mano o las manos bajo las fal­das, ¿se limitó a hacerte cos­qui­llas por fuera o te metió el dedo o los dedos? Si lo hizo, ¿subie­ron lo sufi­ciente como para tocar ese gallito que tie­nes en el extremo del coño? ¿Te tocó por detrás? ¿Estuvo hacién­dote cos­qui­llas mucho tiempo y te viniste? ¿Te pidió que lo toca­ras y lo hiciste? Sino lo tocaste, ¿se vino sobre ti y lo sentiste?

Otras pre­gunta, Nora. Sé que fui el pri­mer hom­bre que te folló, pero, ¿te mas­turbó un hom­bre alguna vez? ¿Lo hizo alguna vez aquel mucha­cho que te gus­taba? Dímelo ahora, Nora, res­ponde a la ver­dad con la ver­dad y a la sin­ce­ri­dad con la sin­ce­ri­dad. Cuando esta­bas con él de noche en la oscu­ri­dad de noche, ¿no des­abro­cha­ron nunca, nunca, tus dedos sus pan­ta­lo­nes ni se des­li­za­ron den­tro como rato­nes? ¿Le hiciste una paja alguna vez, que­rida, dime la ver­dad, a él o a cual­quier otro? ¿No sen­tiste nunca, nunca, nunca la pinga de un hom­bre o de un mucha­cho en tus dedos hasta que me des­abro­chaste el pan­ta­lón a mí? Si no estás ofen­dida, no temas decirme la ver­dad. Que­rida, que­rida esta noche tengo un deseo tan sal­vaje de tu cuerpo que, si estu­vie­ras aquí a mi lado y aún cuando me dije­ras con tus pro­pios labios que la mitad de los pata­nes peli­rro­jos de la región de Gal­way te echa­ron un polvo antes que yo, aún así corre­ría hasta ti muerto de deseo.

Dios Todo­po­de­roso, ¿qué clase de len­guaje es este que estoy escri­biendo a mi orgu­llosa reina de ojos azu­les? ¿Se negará a con­tes­tar a mis gro­se­ras e insul­tan­tes pre­gun­tas? Sé que me arriesgo mucho al escri­bir así, pero, si me ama, sen­tirá que estoy loco de deseo y que debo con­tarle todo.

Cielo, con­tés­tame. Aun cundo me entere de que tu tam­bién habías pecado, tal vez me sen­ti­ría toda­vía más unido a ti. De todos modos, te amo. Te he escrito y dicho cosas que mi orgu­llo nunca me per­mi­ti­ría decir de nuevo a nin­guna mujer.

Mi que­rida Nora, estoy jadeando de ansia por reci­bir tus res­pues­tas a estas sucias car­tas mías. Te escribo a las cla­ras, por­que ahora siento que puedo cum­plir mi pala­bra con­tigo. No te enfa­des, que­rida, que­rida, Nora, mi flo­re­ci­lla sil­ves­tre de los setos. Amo tu cuerpo, lo añora, sueño con él.

Háblenme que­ri­dos labios que he besado con lágri­mas. Si estas por­que­rías que he escrito te ofen­den, hazme recu­pe­rar el jui­cio otra vez con un lati­gazo, como has hecho antes. ¡Qué Dios me ayude!

Te amo Nora, y parece que tam­bién esto es parte de mi amor. ¡Per­dó­name! ¡Perdóname!

JIM

.

Mi Dulce y pícara putita, aquí te mando otro billete para que te com­pres cal­zo­nes o medias o ligas. Com­pra cal­zo­nes de puta, amor, y no dejes de rociar­los con un per­fume agra­da­ble y tam­bién des­co­lo­rea­los un poquito por detrás.

Pare­ces inquieta por saber que aco­gida dí a tu carta, que, según dices, es peor que la mia. ¿Cómo que es peor que la mía, amor ? Sí, es peor en una o dos cosas. Me refiero a la parte en que dice lo que vas a hecer con la len­gua (no me refiero a chu­par­mela) y a esa encan­ta­dora pala­bra que escri­bes con tan gran­des letras y sub­ra­yas, bri­bon­zuela. Es emo­cio­nante oír esa pala­bra ( y una o dos más que no has escrito) En los labios de una mucha­cha. Pero me gus­ta­ría que habla­ras de ti y no de mi. Escrí­beme una carta muy larga, llena de esas otras cosas, sobre ti, que­rida. Ahora ya sabes como ponerme arre­cho. Cuen­tame hasta las cosas más míni­mas sobre ti, con tal de que sean obse­nas y secre­tas y sucias. No escri­bas más. Qué todas las fra­ses estén lle­nas de pala­bras y soniods inde­cen­tes e impú­di­cos. Es encan­ta­dor oir­los e incluso ver­los en el papel, pero los más inde­cen­tes son los más bellos. Las dos par­tes de tu cuerpo que hacen cosas sucias son las más deli­cio­sas para mi. Pre­fiero tu culo, que­rida, a tus tetas por­que hace esa cosa sucia. Amo tu coño no tanto por que sea la parte que jodo cuanto por­que hace otra cosa sucia. Podría que­darme tum­bado todo el día mirando la pala­bra divina que escri­biste y lo que dijiste que harías con la len­gua. Me gus­ta­ría poder oír tus labios sol­tando entre chis­po­rro­teos esas pala­bras celes­tia­les, exci­tan­tes, sucias, ver tu cuerpo soni­dos y rui­dos inde­cen­tes, sen­tir tu cuerpo retor­cien­dose debajo de mi, oír y oler los sucios y sono­ros pedos de niñas haciendo pop pop al salir de tu bonito culo de niña des­nudo y follar, follar, follar y follar el coño me mi pícara y arre­cha putita eternamente.

Ahora estoy con­tento, por­que mi putita me dice que le dé por el culo y que la folle por la boca y quiere des­abro­charme y sacarme el cim­bel y chu­parlo como un pezón. Más cosas y más inde­cen­tes que estas quiere hacer, mi pequeña y des­nuda folla­dora, mi pícara y ser­peante pequeña culia­dora, mi dulce e inde­cente pedorrita.

Bue­nas noches, putita mía, voy a tum­barme y a cas­car­mela hasta que me venga. Escribe más cosas y más inde­cen­tes, que­rida. Hasta cos­qui­llas en el mon­don­guito, mie­tras escri­bes para que te haga decir cosas cada vez peo­res. Escribe las pala­bras inde­cen­tes con gran­des letras y subrá­ya­las y bésa­las y res­trié­ga­te­las un momento por tu dulce y caliente coño, que­rida, y tam­bién leván­tate las fal­das un momento y res­trié­ga­te­las por tu que­rido culito pedorro. Has más cosas así, si quie­res, y des­pués envíame la carta, mi que­rida putita de culo marrón.

JIM


Car­tas Sucias de Joyce

Epí­logo

La des­pe­dida de una de las tan­tas car­tas sucias, de las car­tas celo­sas y dis­pa­ra­ta­das que solo cabrían en un buzón bien rojo, ser­virá de epi­logo para los fis­go­nes de la corres­pon­den­cia entre Jim y Nora. Una página fechada el 15 de diciem­bre de 1909, vís­pe­ras de la novena de agui­nal­dos en la cató­lica Dublín. Con esto que­dan cla­ras las dul­ces fati­gas del amante y corres­pon­sal, el can­san­cio de los amo­res lejanos.

« (…) Que­rida, acabo de venirme en los pan­ta­lo­nes, por lo que he que­dado para el arras­tre. No puedo ir hasta la ofi­cina de correos a pesar de que tengo tres car­tas por echar.

¡A la cama…a la cama !

¡Bue­nas noches, Nora mía!

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1 comment on this postSubmit yours
  1. desde hace mas de dos años, he estado contigo y tu conmigo, tu ajena y yo ajeno, no podemos estar juntos, pero todo momento que estamos solos los disfrutamos al maximo, sentirte venir con tus deseos y gemidos y tu recibiendo mi sexo, entre tus piernas, sintiendo que me vengo dentro de ti, asi sea por pequeños ratos es mas que suficiente para saber que tu sexo humedo y ardiente espara mi lo mas exitante que he tenido….gracias por ser tan especial para mi, y sobre todo por sentir y darme lo mejor de tu cuquita delisiosa y humeda

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